Jldiazcaballero/ enero 22, 2021/ Sin categoría

José Luis Díaz Caballero

La pregunta que debe formularse un empleado público al que hubieran incoado un expediente disciplinario es si dicho proceso, tal y como está concebido por la vigente normativa, podrá ser calificado como un “proceso justo” en el que primen la imparcialidad de los órganos actuantes y el pleno ejercicio del derecho de defensa, de conformidad con los términos del artículo 24 de nuestro Texto Constitucional.

El actual Estatuto Básico del Empleado Público, aprobado por el Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, dispone en su artículo 94 que el ejercicio de la potestad disciplinaria debe regirse por los principios de legalidad, tipicidad, irretroactividad, proporcionalidad, y culpabilidad y presunción de inocencia. Principios rectores que guardan, por expreso deseo del Legislador, una profunda similitud con el procedimiento penal, pero que, en la práctica, dibujan un escenario de actuación con profundas diferencias que no siempre son acordes con el derecho a no padecer indefensión. 

Debemos preguntarnos, por tanto, si un empleado público que se ve sometido a la apertura y tramitación de un expediente disciplinario tendrá las mismas garantías del proceso penal, participando, por ejemplo, en todas aquellas diligencias que servirán para evaluar más su posible responsabilidad, o proponiendo la práctica de los medios de prueba estime pertinentes para su defensa. 

La respuesta, ya lo anticipamos, es no.

El procedimiento disciplinario no está concebido para garantizar el derecho de defensa del empleado.

El ejercicio de la potestad disciplinaria se encuentra regulado en los artículos 25 a 31 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público; en el artículo 98 del vigente Estatuto Básico del Empleado Público (también cabe mencionar las normas autonómicas de igual calibre); y en el Real Decreto 33/1986, de 10 de enero, sobre Reglamento de Régimen Disciplinario de los Funcionarios de la Administración Civil del Estado. Todas ellas asumen los tres principios básicos que mencionábamos al comienzo, y estructuran con base a ellos, las distintas bases procedimentales que el propio reglamento prevé en sus artículos 25 a 51; fases que podríamos dividirse en 1)  trámite de incoación (artículos 27 a 33); 2) fase instrucción de la causa (artículo 34); 3) formulación del pliego de cargos y práctica de los medios de prueba que proponga el encartado (artículos 35 a 40); 4) trámite de vista de lo actuado (artículo 41); 5)  propuesta de resolución (artículo 44 a 44); y 6) resolución que pone fin al procedimiento (artículos 45 a 51), acordando la responsabilidad disciplinaria del empleado o absolviéndole de las pretensiones correctoras de la administración. 

Con independencia de que Legislador asuma una posición tuitiva de respeto a los derechos del empleado, no es menos cierto que la concepción primigenia del procedimiento pasa por imponer una visión sumaria de este.

Así lo dispone el Reglamento de Régimen Disciplinario al subrayar en su exposición de motivos la necesidad de «dotar al procedimiento disciplinario de la máxima agilidad y eficacia posibles, de modo que no se entorpezca la buena marcha de los servicios y se garantice, al tiempo el respeto debido a los derechos de los funcionarios (…)».

Hemos de examinar si, estructurado el procedimiento disciplinario en los términos y fases ya descritos, el derecho de defensa del empleado está debidamente protegido con los distintos estadios de participación que prevé (o le concede) el Legislador. Como bien se infiere de los artículos 35 y siguientes del citado reglamento, las distintas fases puntales del proceso están acompañadas de un trámite de alegaciones en el que el empleado público, asumiendo su condición de encartado, tiene la posibilidad de pronunciarse sobre las posiciones de la Administración, es decir, sobre la determinación del hecho investigado, sobre su calificación jurídica inicial, sobre el conjunto de la prueba practicada en la fase de instrucción y, en última instancia, sobre la valoración fáctica y jurídico material del órgano instructor sobre la totalidad de lo actuado.

Quienes se hayan enfrentado a un procedimiento de tamaña envergadura, habrán advertido que su actuación, concebida siempre en términos de defensa, es pasiva; y que sus planteamientos, sin duda importantes, se exponen y desarrollan a rebufo de la actuación administrativa.

Ello se traduce, en primer lugar, en una escasa (por no decir inexistente) participación en la fase de instructora ––que es la decisiva––, y en los cauces de nacimiento y consolidación del acervo probatorio que servirá para declarar su responsabilidad disciplinaria o absolución.

En segundo lugar, a la nula participación ––y por tanto presencia–– del empleado en dicha fase, le acompaña una facultad limitada y casi siempre molesta para el órgano instructor, de proponer medios de prueba.

La consecuencia de ambas circunstancias no es otra que la libertad absoluta de dicho órgano para ordenar la incorporación de documentos al expediente; para acordar el interrogatorio de testigos sin presencia del encartado o de su defensa; o para fijar, con absoluta libertad, el objeto de debate a espaldas de las pretensiones y posicionamiento del mismo.

La soledad deliberada del órgano instructor no es accidental y responde a un objetivo que, a mi juicio, es contrario a los principios estatutarios que deben regir el procedimiento; fines que, sin desconocer las prerrogativas de la administración, defienden una relación más equilibrada entre ésta y el encartado.

Es necesario reforzar la posición del empleado en la fase de instrucción del expediente.

La doctrina del Tribunal Supremo sobre las propiedades del procedimiento disciplinario y los paralelismos entre este y el procedimiento penal y sobre la distancia marcada por sus respectivas naturalezas (cítese por todas la sentencia la Sala Tercera del Tribunal Supremo, de fecha 30 de junio de 2011), es aprovechada por la Administración para transformar su potestad en una vía de hecho, alejándose así de los fines correctores que, en última instancia,  persiguen la mejora de los servicios públicos.

De lo contrario, la participación del empleado en la fase de instrucción se encontraría, como ya hemos indicado, más reforzada frente al órgano instructor, pudiendo ejercer una defensa activa que le permita participar, con plenas garantías, en las diligencias ordenadas por éste. 

No es esta una pretensión imposible. Ni siquiera es contraria a la visión del Alto Tribunal sobre la idiosincrasia del procedimiento disciplinario.

Exige, por el contrario, una clara voluntad de Legislador de proteger la posición del encartado, habilitando una mayor participación en la fase instructora y recurriendo, incluso, a órganos fiscalizadores externos que solventen, dentro del procedimiento administrativo, los conflictos surgidos entre el órgano instructor y el empleado.

No debemos olvidar que el verdadero proceso enjuiciador tiene lugar en sede administrativa, y qué es ahí, por tanto, donde la posición del empleado debe verse reforzada. Los recursos que contra la resolución sancionadora puede interponer el empleado, y que son dirimidos con base a las reglas de la jurisdicción contencioso administrativa (artículos 45 y 78 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa), tienen una finalidad revisora. Dicho de otro modo, el Legislador no habilita la sustanciación en vía judicial de un proceso instructor similar al administrativo, sin que la práctica de medios de prueba, regulada en los artículos 60 y siguientes LJCA, tenga la amplitud y la envergadura propias de dicha fase.

Es necesario, por tanto, la reforma del actual Reglamento de Régimen Disciplinario, así como de las normas estatutarias que regulan el ejercicio de la potestad sancionadora, y desarrollar con amplitud de miras la citada fase de instrucción para que el empleado pueda ejercer su derecho de defensa de manera inequívoca y plena. Del mismo modo, el Legislador no debe descartar la creación de un «órgano de garantías», externo a la Administración actuante, que revise aquellas decisiones (sobre todo probatorias) que sean decisivas para el ejercicio del citado derecho y para la resolución final del expediente.

Solo así, el empleado público que se ve expuesto a un proceso tan gravoso tendrá derecho, ahora sí, a un juicio  justo.

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